jueves, 18 de julio de 2013

EL VENDEDOR DE Y. MENDOZA

Hace varios años trabajé en el cuarto piso de un edificio viejo, con elevadores chirriantes y pasillos oscuros; sobre Paseo de la Reforma. Los días transcurrían amables. A veces el trabajo aumentaba, había gran agitación, personas que entraban y salían, los teléfonos sonaban; otros días, las tardes se amodorraban y permanecía sola en la oficina, tecleando la máquina.
Una tarde cualquiera entró un hombre que olía a hierbas, con una caja aceitosa.               
-Son cocadas –se presentó ante mí.
-Déme dos  -le dije- el olor del coco me predispuso a comprar.
Muchos otros vendedores aparecían por esa puerta, ofreciendo toda clase de cosas: enciclopedias, relojes, revistas, cámaras, cremas, suscripción a periódicos, quesos frescos, leche bronca. Los dejaba hablar, hacer su trabajo, así me acompañaba un poco en los momentos solitarios.  Ellos, desde luego, trataban de convencerme, aunque  yo no los veía como vendedores sino como actores que iban a representar su mejor actuación. Rara vez compraba.
Introducirse en el edificio era sencillo, las personas no tenían que registrarse; cualquiera podía entrar ¡Agradezco esas visitas inoportunas!  Rompían la monotonía.
El hombre de las cocadas regresó con su cajita, al único que le compraba, al marcharse me quedaba saboreando el coco, la dulzura se derretía en la boca. Un día seguía al otro, la quietud se instalaba en el edificio, como si éste se desprendiera de la colosal ciudad y, ahí adentro, todo se aquietara.
El reloj marcó las cinco, fui hacia la ventana para estirar las piernas. Miraba el monumento a Cuauhtémoc y escuchaba el zoreo de las palomas que anidaban muy cerca: 
-Buenas tardes señorita  -el hilo de mis pensamientos se rompió.
Era el hombre de las cocadas.  Lo recibí con una sonrisa; fui por mi cartera.
-Dos cocadas, por favor.
Me dio la mercancía, se quedó pensativo, y me propuso un trato.  Sin abandonar su actitud humilde me explicó, yo miraba volar una paloma por la ventana.
-Saque un billete, el que usted quiera.  Enróllelo y levántelo con el brazo extendido hacia arriba. Desde aquí –indicó unos cuatro metros- le voy a decir la fecha de su billete. Si adivino, me compra más cocadas, si no, me voy.
Hurgué mi cartera y saqué un billete de diez pesos, supongo que para  divertirme un poco.   Miró el billete enrollado,  se concentró unos segundos. 
-8 de septiembre de 1980 –dijo  en voz baja.
Desenrollé el billete, ahí estaba la fecha, en números pequeñitos.
-¿Le gustaría repetir este truco o experimento? -dije dubitativa, como temiendo colocarlo en una situación indeseable.
Asintió.  Escogí un billete de veinte pesos.  Él, con una mirada  triste, soltó la fecha: 5 de octubre de 1979.   Confirmé, esta vez él pidió continuar el juego.  Saqué un billete de cien pesos con rapidez.
-20 de abril de 1980.
E X A C T O
Las cocadas pasaron a mi poder, quise platicar un poco con él, me simpatizaba, por su hermetismo nunca lo intenté, ahora  era diferente. 
-¿Cómo le hizo para saber las fechas de los billetes? –pregunté ansiosa.
Creo que sonrió sin sonreír, no contestó.
-Por favor, es tan extraño algo así –sin  darme por vencida.
-No le puedo decir señorita  -con voz queda.
Escuché el elevador, subía y abría las puertas en el cuarto piso, donde se encontraba la oficina; nuestras respiraciones también se oían.
-¿Por qué? se lo suplico.
Ni mis ruegos ablandaron su rostro de piedra.  Impasible se negó, sin considerar el tamaño de mi curiosidad.
-Por favor,  no entiendo. ¿Seguido hace ese truco?
-A veces.
-Entonces no es la primera vez –palabra por palabra obtuve alguna respuesta.
-No, no, lo hago a veces.
-¿Y siempre acierta?
-Siempre.
-No puedo entender, dígamelo, por favor.
-Las fechas salen cuando estoy haciendo las cocadas, eso es todo –resumió.
-¿Eso es todo?
-Sí.
Ambos permanecimos callados ante la revelación, que no me decía nada pero ya había sido demasiado para él.  Se levantó de la silla para  marcharse.
-Gracias  -le dije, con ganas de que me explicara aquello que no tenía llaves para mí.
Se fue silencioso.  Muchas tardes esperé que reapareciera con su cajita y nunca volvió. El misterio permanece.  Hoy estoy segura, que no era un truco, sino una verdad, quizá tan sencilla como el vendedor mismo. Lo  imagino preparando sus deliciosas cocadas; en una olla van apareciendo las fechas junto con el hervor, él,  tranquilo, las mira sin preguntarse.

  Yvonne Mendoza: Finalista en el Concurso Internacional de Cuento Breve: "Cada loco con su   tema".  Benma Grupo Editorial. México, 2013, pp. 204-206