Hace
varios años trabajé en el cuarto piso de un edificio viejo, con elevadores
chirriantes y pasillos oscuros; sobre Paseo de la Reforma. Los días
transcurrían amables. A veces el trabajo aumentaba, había gran agitación,
personas que entraban y salían, los teléfonos sonaban; otros días, las tardes
se amodorraban y permanecía sola en la oficina, tecleando la máquina.
Una tarde cualquiera entró un hombre que olía a hierbas,
con una caja aceitosa.
-Son
cocadas –se presentó ante mí.
-Déme
dos -le dije- el olor del coco me
predispuso a comprar.
Muchos otros vendedores aparecían por esa puerta,
ofreciendo toda clase de cosas: enciclopedias, relojes, revistas, cámaras,
cremas, suscripción a periódicos, quesos frescos, leche bronca. Los dejaba hablar,
hacer su trabajo, así me acompañaba un poco en los momentos solitarios. Ellos, desde luego, trataban de convencerme,
aunque yo no los veía como vendedores
sino como actores que iban a representar su mejor actuación. Rara vez compraba.
Introducirse en el edificio era sencillo, las personas no
tenían que registrarse; cualquiera podía entrar ¡Agradezco esas visitas
inoportunas! Rompían la monotonía.
El hombre de las cocadas regresó con su cajita, al único
que le compraba, al marcharse me quedaba saboreando el coco, la dulzura se
derretía en la boca. Un día seguía al otro, la quietud se instalaba en el
edificio, como si éste se desprendiera de la colosal ciudad y, ahí adentro,
todo se aquietara.
El reloj marcó las cinco, fui hacia la ventana para estirar
las piernas. Miraba el monumento a Cuauhtémoc y escuchaba el zoreo de las
palomas que anidaban muy cerca:
-Buenas
tardes señorita -el hilo de mis
pensamientos se rompió.
Era
el hombre de las cocadas. Lo recibí con
una sonrisa; fui por mi cartera.
-Dos
cocadas, por favor.
Me dio la mercancía, se quedó pensativo, y me propuso un
trato. Sin abandonar su actitud humilde
me explicó, yo miraba volar una paloma por la ventana.
-Saque
un billete, el que usted quiera. Enróllelo
y levántelo con el brazo extendido hacia arriba. Desde aquí –indicó unos cuatro
metros- le voy a decir la fecha de su billete. Si adivino, me compra más
cocadas, si no, me voy.
Hurgué mi cartera y saqué un billete de diez pesos, supongo
que para divertirme un poco. Miró el billete enrollado, se concentró unos segundos.
-8
de septiembre de 1980 –dijo en voz baja.
Desenrollé el billete, ahí estaba la fecha, en números
pequeñitos.
-¿Le
gustaría repetir este truco o experimento? -dije dubitativa, como temiendo
colocarlo en una situación indeseable.
Asintió. Escogí un
billete de veinte pesos. Él, con una mirada triste, soltó la fecha: 5 de octubre de 1979. Confirmé,
esta vez él pidió continuar el juego. Saqué un billete de cien pesos con rapidez.
-20
de abril de 1980.
E X A C T O
Las cocadas pasaron a mi poder, quise platicar un poco con
él, me simpatizaba, por su hermetismo nunca lo intenté, ahora era diferente.
-¿Cómo
le hizo para saber las fechas de los billetes? –pregunté ansiosa.
Creo que sonrió sin sonreír, no contestó.
-Por
favor, es tan extraño algo así –sin darme por vencida.
-No
le puedo decir señorita -con voz queda.
Escuché el elevador, subía y abría las puertas en el cuarto
piso, donde se encontraba la oficina; nuestras respiraciones también se oían.
-¿Por
qué? se lo suplico.
Ni mis ruegos ablandaron su rostro de piedra. Impasible se negó, sin considerar el tamaño
de mi curiosidad.
-Por
favor, no entiendo. ¿Seguido hace ese
truco?
-A
veces.
-Entonces
no es la primera vez –palabra por palabra obtuve alguna respuesta.
-No,
no, lo hago a veces.
-¿Y
siempre acierta?
-Siempre.
-No
puedo entender, dígamelo, por favor.
-Las
fechas salen cuando estoy haciendo las cocadas, eso es todo –resumió.
-¿Eso
es todo?
-Sí.
Ambos permanecimos callados ante la revelación, que no me
decía nada pero ya había sido demasiado para él. Se levantó de la silla para marcharse.
-Gracias -le dije, con ganas de que me explicara
aquello que no tenía llaves para mí.
Se fue silencioso. Muchas
tardes esperé que reapareciera con su cajita y nunca volvió. El misterio permanece.
Hoy estoy segura, que no era un truco,
sino una verdad, quizá tan sencilla
como el vendedor mismo. Lo imagino
preparando sus deliciosas cocadas; en una olla van apareciendo las fechas junto
con el hervor, él, tranquilo, las mira
sin preguntarse.
Yvonne Mendoza: Finalista en el Concurso Internacional de Cuento Breve: "Cada loco con su tema". Benma Grupo Editorial. México, 2013, pp. 204-206
Yvonne Mendoza: Finalista en el Concurso Internacional de Cuento Breve: "Cada loco con su tema". Benma Grupo Editorial. México, 2013, pp. 204-206