¡Llueve! Llueve tercamente, como un diluvio interminable.
El pueblo está húmedo, triste, plomizo, solitario…
Es la temporada. A ratos,
cuando la lluvia escampa, la gente sale de sus casas, y al paisaje desolado se
agregan las manchas negras de los paraguas… Porque ya no se ven, no se usan,
aquellas enormes hojas de apixi, ni
los anchos sombreros de palma; tampoco las amplias capas o mangas de hule que
protegían de la lluvia. Ahora todo es gris, color del imprescindible e
impermeable nylon…
Por las noches
la lluvia arrecia, como si vaciaran agua a cubetazos desde el cielo. Es
frecuente que a la llovizna le acompañe la turbonada, con rayos y relámpagos
que todo lo iluminan… y los truenos que turban y espantan… y hacen exclamar a
las mamás y a las abuelas “el gran poder
de Dios nos valga…”
Al amanecer
siempre hay un momento de calma, le decimos “la
escampada”. Entonces la lluvia cesa y es bonito asomarse a la calle y ver
un momento el mundo como recién lavadito… y hay que aprovechar para ir al
mandado. Pero eso es sólo un momento, porque enseguida vuelve a caer el capote
gris y otra vez se establece el aguacero, monótono, desesperante,
entristecedor…
Por veredas y
calles el agua de lluvia se desliza estruendosa –“corre cantando”, le oí decir
a un niño-; se desparrama sin cauce por las pavimentadas calles hasta
desembocar en el lago… Las corrientes ya no saltan ni forman pequeñas cascadas…
pues ya no hay empedrados, tampoco se forman aquellos charcos donde chapaleaban
los chicos y se reunían multicolores mariposas…
¡Llueve! Y
tal vez, por algún barrio, los niños rescaten del olvido un antiguo juego:
surcar el mundo en barquitos de papel… y así romper la tristeza que provocan
los días lluviosos .
Salvador
Herrera Garcìa