lunes, 28 de agosto de 2017

¡LLUEVE… LLUEVE !

¡Llueve! Llueve tercamente, como un diluvio interminable.
El pueblo está húmedo, triste, plomizo, solitario…

Es la temporada. A ratos, cuando la lluvia escampa, la gente sale de sus casas, y al paisaje desolado se agregan las manchas negras de los paraguas… Porque ya no se ven, no se usan, aquellas enormes hojas de apixi, ni los anchos sombreros de palma; tampoco las amplias capas o mangas de hule que protegían de la lluvia. Ahora todo es gris, color del imprescindible e impermeable nylon…
Por las noches la lluvia arrecia, como si vaciaran agua a cubetazos desde el cielo. Es frecuente que a la llovizna le acompañe la turbonada, con rayos y relámpagos que todo lo iluminan… y los truenos que turban y espantan… y hacen exclamar a las mamás y a las abuelas “el gran poder de Dios nos valga…”
Al amanecer siempre hay un momento de calma, le decimos “la escampada”. Entonces la lluvia cesa y es bonito asomarse a la calle y ver un momento el mundo como recién lavadito… y hay que aprovechar para ir al mandado. Pero eso es sólo un momento, porque enseguida vuelve a caer el capote gris y otra vez se establece el aguacero, monótono, desesperante, entristecedor…
Por veredas y calles el agua de lluvia se desliza estruendosa –“corre cantando”, le oí decir a un niño-; se desparrama sin cauce por las pavimentadas calles hasta desembocar en el lago… Las corrientes ya no saltan ni forman pequeñas cascadas… pues ya no hay empedrados, tampoco se forman aquellos charcos donde chapaleaban los chicos y se reunían multicolores mariposas…
¡Llueve! Y tal vez, por algún barrio, los niños rescaten del olvido un antiguo juego: surcar el mundo en barquitos de papel… y así romper la tristeza que provocan los días lluviosos .

Salvador Herrera Garcìa