
Siento la maravilla de la vida en cada ser que me rodea. Me gustan algunas personas, pocas... Aquellas que respetan la vida de las arañas y miran a los perros callejeros con empatía. Me gustan quienes se asombran ante una piedra, una planta que se ha arraigado a la tierra y crece, o ante una hoja amarilla que flota sobre el río. Ellos son mis compañeros de andanzas.
Estas personas callan, y si hablan son pocas sus palabras; y muchas de ellas son sabias. Se prenden al corazón con suavidad y hacen la vida más llevadera, más fácil.
Su alegría es serena. Buscan la esencia y no les importa que su ropa esté vieja. Consideran un privilegio contemplar a una luciérnaga en una noche oscura. El alma la tienen íntegra y los sueños se les desbordan. Podría creerse que no caben en este mundo, pero están ahí, conscientes de su fragilidad (que a veces es su única fuerza). A veces se rompen en pedacitos y quedan sobre el suelo brillosos fragmentos de espejos.
No saben calcular porque están ocupados contemplándolo todo. Reconocen a los pájaros que sacan lombrices después de la lluvia y toman té limón o de monte.
A veces no encajan (no encajamos) en el mundo.