lunes, 8 de junio de 2020

MI GATO


Mi gato amarillo era de la medida de mis brazos. No pude despedirme de él; tal vez él sí de mi, cuando fue a buscarme a mi cama durante la noche y a anunciarme su presencia con un maullido o ronroneo suave. Al otro día fue el internamiento. Tres o cuatro días, en que el veterinario confió que volvería conmigo. Quería tomar un taxi para acompañarlo por ratos, pero resonaba en mis oídos la frase: "quédese en su casa". En fin, confiaba que ese destello amarillo que me acompañaba cuando salía a pasear a los perros o que me esperaba inmóvil sentado frente a mi edificio cuando salía, estaría de nuevo conmigo. Cuando lo veía, esperándome, apresuraba el paso para encontrarlo. Él siempre quería salir a los jardines de los condominios, tal vez porque en la barda cercana nació y creció. Adentro del departamento, calentaba mi cuerpo casi siempre frío, y se echaba sobre mi o me rodeaba el brazo y dormía sobre mi mano. Conocí una ternura infinita.
Esperaba las llamadas del veterinario, hasta que llegó la peor: -Su gato está muy mal: falleció-. Esos días de internamiento, hasta el final hubiera querido tenerlo en mis brazos o al menos despedirme. El veterinario jamás esperó este desenlace. Yo, mucho menos. No sé cómo se procesan "las no despedidas" o el pesar por no haber estado con él hasta el final. Él hubiera estado más tranquilo conmigo: su complemento, pero entre el temor a no exponerme al coronavirus y lo inesperado de su muerte hicieron que lo dejara solo con el veterinario con la esperanza, hoy fallida, de que estuviera de nuevo aquí conmigo. Estoy sin su presencia y con las manos vacías de su cuerpo amarillo y único.